...Ese domingo Marta había ido con su hija Laura a pasar el día con su madre, que aun vivía en la antigua casa familiar del centro. La casa, de gruesos muros y pasillos estrechos se convertía en un juego de luces y sombras un tanto oscura para su gusto pero saturada de aromas y recuerdos de una infancia feliz.
Madre e hija comentaban en la cocina entretenidas las anécdotas de la semana que acababa mientras iban reuniendo ingredientes, cortando, moliendo, mezclando, con una sincronización perfecta; y sin requerir indicación alguna de una hacia la otra.
Laurita, que por entonces tenía ocho años, asistía a la escena sentada sobre la enorme y gruesa mesa de madera. Normalmente permanecía imbuida en sus dibujos sin ser consciente de por qué en esos ratitos los trazos surgían del lápiz con una facilidad pasmosa y los conejitos que dibujaba le salían a la primera.
Pero ese día se detuvo a concentrarse en las voces suaves, en las risas, en los aromas que se iban multiplicando, en cómo manejaban las hierbas, la cebolla, los limones, nueces, y cómo no lo que ella llamaba “macarrones super extra”.
Marta vio cómo su hija las estaba observando con una preciosa expresión de serenidad, y con un par de lágrimas asomando de sus ojos abrazó a su madre al tiempo que le susurraba un sencillo “gracias”.
Loading contexts...
