La desesperación de su rostro reflejaba toda la ansiedad que invadía a la lluvia de niños y niñas desnutridos y descalzos, que nos ofrecían a los turistas su bastón para que nos ayudásemos durante la subida al volcán de Pacaya. En lugar de ir a la escuela, habían estado cortándolos y tallándolos durante todo el día, esperando que llegasen los escasos visitantes que ese día nos habíamos atrevido a iniciar el ascenso a la fabulosa montaña de fuego. Pedían un misero euro por ese día de esfuerzo dedicado a procurarnos un punto de apoyo valiosísimo, como no tardaríamos en comprobar. Una miseria en un país en el que una botella de agua purificada cuesta cinco veces más que en España.
Solo unos pocos consiguieron que le compraran su preciada mercancía. El resto quedó con una desolada frustración marcada en su rostro. Este fue uno de ellos.
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